La tarde en que nada pasó

Sin dudas, la luz dobla. Hace un pequeño atajo y se mete por entre la parra del fondo que cubre medio patio. Un rato antes, mientras el viejo acerca uno a uno los materiales para el mate y se sienta en la silla verde látex con el respaldo hacia delante y la mirada perdida en el ir y venir de la vieja que tira agua para apagar un poco el fuego sordo de las baldosas, mientras se tejen infinitas historias en las casas vecinas y sube lenta la espuma de ese verde consuelo de pobre y se mira el cielo combado con la cara abierta al final de la vida en la actitud de recibir a un ángel o asistir a un derrumbe. Se pone tenso el vaho que se levanta como un colchón de vapor que les pasa por las ropas, les deja gotitas de traspiración que luego al soplar un viento caliente del norte parece refrescar las primeras partes de las piernas. El sol irá pegando lentamente sobre la parra hasta que al fin la pajarera de los Posse tape un poco ese disco dolorosamente dorado y la tarde y el mate funcionen como un lenguaje ancestral. Cortos serán los instantes del presente mientras más bien todo ahora se remonta a dos interioridades que revuelven en el fondo un pasado con sus máquinas y sus ollas, con la velocidad del paso preciso en la pista o tal vez lo mejor sería ya decir que todo tiene un final y no sólo eso sino que hay insistencias que se terminan llevando el premio grande y otras que siguen tristes su lento degradé de miseria y bosta en dosis homeopáticas pero letales. Visto desde una ventana, los viejos mantienen ese diálogo del mate que va y viene y que hay que agarrar de las orejas porque enseguida pela, y el vientito caliente pasa sin pena ni gloria y hace una gota grande de sudor que profunda nace en la nuca y se va a morir, pasando por la interminable musculosa blanca, en la raya del culo.
Después en el fondo empezará por fin el ritual de volver a poner las cosas del mate en su lugar y llenar los baldes para írselos tirando, por turnos, de a uno, cuando por fin la noche los vaya mojando.